Bishna despegó sus ojos con esfuerzo tras una calurosa y
húmeda noche de agosto, en la que ni los tambores resonantes de la fiesta de su
barrio, ni el posterior repicar en su persiana de la lluvia que anticipaba el
Monzón, le habían permitido conciliar un sueño profundo.
Como cada día, a las 5:45, Bishna se calzó sus alpargatas de
bambú, se resfrecó la cara, aún sudorosa, y se vistió con las manos mojadas, mientras,
apresuradamente se deslizaba por la escalinata que lo conduciría a la calle, al
mundo real, ese en el que los coches pitaban y se amontonaban en cruces de
barro color curri y donde, pocas manzanas más allá encontraría la fábrica. La fábrica:
esa gran bestia que cada mañana devoraba los minutos de salud de cientos de
jóvenes, que apesadumbrados, pero al fin, agradecidos, le regalaban una vida
arrebatada a las artes, las ciencias, los sueños, a cambio de un cuenco de
arroz y unas cuantas rupias.
Bishna era un chico diferente, a pesar de que su piel teja y
con ojos azabache no se distinguían de los de otros miles. A menudo era reprendido
en el trabajo por tener la cabeza en otra parte, lejos, muy lejos. Bishna
miraba sin interés el telar frente al que se sentaba 18 horas al día, 7 veces
por semana y todos pensaban que de un momento a otro su cuerpo caería como un
peso muerto al quedarse dormido frente a la máquina. No era así; tenía un plan.
Un plan que se entretejía entre los hijos de algodón que tensaba de sol y sol y
que le mantenía vivo.
La vida en la ciudad de siburna era ligera, breve, rendida a
la obligación y al esclavismo horario, pero había dado mentes brillantes, como
la del anciano Rapghbu, bisabuelo de Bishna. Dedicado como sus antecesores y
sus predecesores a la manufactura de telas que en occidente se comercian por
más de lo que valen sus propias existencias, Rapghbu empleó toda su potencia en
el antiguo arte de leer las palabras que pensamos. Esta era una actividad tan
extraña como olvidada, pero presente entre las más destacadas personalidades
sacerdotales que poblaron en algún momento esa remota región de la India,
otrora cuna de los saberes no escritos. Durante los primeros años de
aprendizaje Rapghbu parecía absorto durante horas, intentando descifrar los pensamientos
de los tejedores que se hacinaban en el taller donde trabajaba, pero
finalmente, estos se desmigajaron en el aire como si quisieran llegar a su
entendimiento por el oído, por los ojos, por los poros. El anciano consiguió llegar
a comprender qué era el dolor, la ilusión o cuáles eran los deseos más ocultos
de aquellos pobres de espíritu que sólo habían conseguido llenar sus vidas con
hijos, trabajo y arroz.
Consciente de su poder intentó trasmitir su habilidad a
todos los hijos, nietos y bisnietos que quisieron prestarle unos minutos de
atención, pero no consiguió más que burla y recriminaciones por parte de
quienes nunca supieron entender ni lo que se escucha. Hasta que Bishna llegó al
mundo. Una tarde de otoño su nieta dio a luz en la enfermería de aquella oscura
fábrica a una criatura que no quiso abrir los ojos hasta cumplir un mes. Ese
bebé creció y Rapghbu intuyó que su pequeña cabeza era como imán que atraía
hacia sí todo lo que sus sentidos le alcanzaban y, por ello, creyó reconocer en
él la habilidad que tanto tiempo había estado desarrollando. Rapghbu paseaba
por la barriada donde residía de la mano del, por entonces pequeño Bishna, invitándole
a observar cada insignificante detalle de las monótonas vidas de sus vecinos.
Los pocos años que acudió a la escuela, absorbió el uso de las palabras para
poder describir lo inquietante y cotidiano
del pensar de los humanos y comenzó, como su abuelo, a desvelar el contenido de
sus frecuentemente dormidos cerebros. Rapghbu se fue, y Bishna permaneció en un
mundo que había sido reducido a la necesidad, la cual implicaba no pensar para
poder sobrevivir de una manera eficiente y paupérrima. Soñaba con otros lugares
lejanos en el que los pensamientos de los viandantes que se chocaban contra él
en las abarrotadas calles, tuvieran diferente color, diferente peso, materia y contenido. Un lugar en el que su don no le
produjera desazón por la desesperanza.
En ese viaje imaginario hacia lo desconocido se encontraba
Bishna cuando su superior le golpeó implacable con una vara de bambú para que
volviera a su maquinal trabajo. Y quizás ese fue el momento en el que todo
cambió.